miércoles, diciembre 12, 2007

Diario de un examen cualquiera

Siete y media de la mañana
El estridente sonido del despertador hizo que pegase un bote en la cama y por unas décimas de segundo me sentí por completo desorientada, luego, como siempre pasa cuando escucho ese maullido de gato que parece la alarma de mi despertador, la angustia por apagarlo antes de despertar a mis padres dominó mis pensamientos y mis actos, y como siempre, el caos que esto originó, hizo que estuviese a punto de sufrir un ataque de nervios. Al palpar en la mesilla de noche para encontrarlo, mi mano tropezó con el vaso de agua que había colocado en uno de los múltiples paseos que me había dado esa noche, y lo barrió de encima de la mesa. El poco agua que aún quedaba dentro, me salpicó en la cara y deje escapar un gemido de frustración a la vez que oía la voz de mi padre en la habitación contigua diciendo :¿quieres apagar eso de una vez?. Por fin encontré la lámpara, la encendí y mirando con rencor la pequeña sirena de mi mesa, que aún seguía sonando, lo apagué de un manotazo. Silencio, ¡por fin!, lentamente me recosté contra la almohada y miré mi cara reflejada en el espejo del armario. Tenía un aspecto horrible, con unas ojeras muy marcadas debajo de los ojos y el pelo todo revuelto, aun peor, me sentía tan mal como me veía. En realidad suelo sentirme así de mal cuando estoy en época de exámenes aunque es verdad que el peor siempre es el primero y mi primero de este septiembre estaba programado para el día siguiente a las nueve de la mañana. “Fundamentos y Estructura de los Modelos Operativos de Desarrollo y Probabilidad” o FEMODP, esa era la pesadilla de la que tenía que examinarme y el nombre solo daba una ligera idea de lo retorcidamente aburrida que era. Además y como siempre pasaba con el primer examen (y muchas veces también con los siguientes) aún no había empezado a estudiar. Bueno, empezar, empezar si había empezado, pero esa es otra historia porque el primer día que empiezas con una asignatura no adelantas nada de nada. Si, si, así como lo escribo. Tu coges el primer taco de apuntes y le dedicas toda tu atención, intentando entender la letra de la única persona que conoces que ha asistido clase y te los ha dejado fotocopiar pero por desgracia lo único que sacas en claro es el firme propósito de no volver a tocar una baraja de cartas en la vida, sobra decir que este es uno de esos propósitos de principio de curso que se olvidan tan pronto como empiezan las clases. La otra cosa que también sacas en claro el primer día de estudio, es un planning u horario perfecto, gracias al cual vas a salvar tu vida y aprobar el examen. En fin, en mi horario ponía que tenía que levantarme a las 7.30 y que tenía media hora para desayunar, recoger la habitación, vestirme y empezar a estudiar, y este es, en definitiva, el motivo por el que un domingo por la mañana yo había puesto mi despertador y ya estaba despierta, bueno más o menos. Intenté ser optimista, aunque debo confesar que resultaba tremendamente difícil, porque eran la 7.30 de la mañana y tenía el pijama mojado por el agua, pero en fin, si seguía a pies juntillas mi planning tenía tiempo de sobra para estudiármelo todo... bueno, quizás no de sobra, pensar eso sería casi como creer en los Reyes Magos, pero había tiempo. El punto fuerte de mi tabla salvavidas era aprovechar al máximo la mañana, ya que las tardes entre la siesta y demás nunca me cunden nada y ya las doy directamente por perdidas. Bostecé e intenté levantarme para desayunar, pero los ojos se me cerraban de sueño, lo que me llevó a preguntarme si así iba a poder aprovechar algo la mañana y la respuesta me llegó, a pesar de la lentitud con que funcionaba mi cabeza por lo temprano de la hora, rápida como un rayo : No, por supuesto que no. Y entonces me acordé de las sabias palabras de mi madre cuando tenía unos diez años :”Hija si no te acuestas pronto y descansas no vas a rendir mañana en clase”. Lo medité un rato, sopesé los pros y los contras y decidí que lo mejor era levantarme un poquito más tarde para estar más descansada, y prescindir de la siesta. Así al estar más fresca aprovecharía más el tiempo. Apague la luz y me di la vuelta.

Doce y media : el sol ya está alto.
Desperté con la incomoda sensación de tener una mosca zumbándome alrededor de la oreja y efectivamente no andaba yo muy equivocada, la mosca en cuestión era mi madre y el zumbido lo producían sus poderoso pulmones. Gritaba algo sobre poner el despertador solo para fastidiarla a ella y a mi padre y también algo sobre lo tarde que era para seguir acostada. Como aún andaba algo dormida estoy segura de que fue mi instinto de supervivencia y no mi astucia lo que hizo que me abstuviese de explicarle a mi madre que estaba siguiendo el sabio consejo que ella misma me había dado años atrás y decidí seguirle la corriente y levantarme.

Una media hora después, con la cara lavada y un café muy, muy cargado en el estomago, la angustia se apodero de mi...¡como podía haber dormido tanto!, la idea era levantarme un poco más tarde, no a la hora de comer. Mi planning hacía aguas por todas partes, en realidad ya estaba completamente hundido en lo más profundo del océano Pacífico. Desesperada me encerré en mi habitación, cogí el horario y lo miré y remiré intentando salvar algo. Diez minutos más tarde comprendí que se trataba de un imposible, era como cruzar el Atlántico a nado y con una mano atada a la espalda.
En momentos como este siempre oigo una vocecita interior que me anima a no rendirme y a perseverar, que trata de levantarme la moral para que no desespere, misteriosamente esa mañana no oía nada de nada, así que resueltamente cogí el grueso fajo de apuntes, (en realidad no había querido llegar a esto, pero ya no había más remedio)y resignada me puse manos a la obra. Alrededor de media hora después, había eliminado los temas de FEMODP que consideraba prescindibles, e incluso me había convencido de que en realidad eran temas innecesarios, paja, que siempre dan los profesores para rellenar temario. El grueso fajo de apuntes se había quedado solo en fajo y yo respiraba mucho más tranquila. Volvía a tener tiempo de sobra para estudiar y aprobar...bueno, no de sobra, pero si suficiente.

Animada miré el reloj, casi era la hora de comer e inmediatamente después del almuerzo yo tenía que empezar con mi nuevo plan de estudios, estaba a punto de colocar mi mesa para dejar todos mis apuntes listos cuando noté un pequeño temblor en el párpado de mi ojo izquierdo, era el maldito tic que siempre me sale cuando estoy muy tensa y entonces recordé que una profesora que tenía de ingles, siempre nos recomendaba hacer algunos ejercicios de relajación antes de empezar a estudiar, según decía convenía dejar la mente en blanco durante unos minutos para rendir mejor. Tal vez si me relajaba conseguiría hacer desaparecer el tic de mi ojo izquierdo, así que me tumbé en la cama, cerré los ojos y comencé a intentar no pensar en nada. Aunque parece fácil es realmente complicado no pensar en nada, porque para hacerlo tienes que pensar en no pensar en nada y entonces...ya estas pensando. Además si ya llevas un rato no pensando te empiezas a aburrir e invariablemente acabas pensando en algo, y cuando te das cuenta de que estas pensando intentas parar y entras en un estresante círculo que irremediablemente te produce dolor de cabeza. Por suerte mi madre me llamó pronto para comer y aunque ahora tenía una terrible jaqueca el molesto tic había desaparecido...más o menos.


Tres y media: Una vez terminada la comida...¡a estudiar!

Aunque ese día me tocaba recoger a mi la cocina, mi hermano me vio tan agobiada que se ofreció para hacerlo él y que así yo me pudiese poner a estudiar. Le juré agradecimiento eterno y me encerré en mi cuarto con un enorme tazón de café bien cargado para combatir la somnolencia propia de esas horas. Aún no había terminado de sentarme en la silla cuando contemplé horrorizada como mi mano derecha se estiraba, cobrando vida propia y encendía la tele de mi habitación sin que yo pudiese hacer nada para detenerla. Antes de tener tiempo para explicarme ese extraño fenómeno, recordé una lección de Ciencias Naturales que me habían dado en el colegio hacía ya una eternidad. Por lo visto después de realizar una comida, una gran cantidad de sangre se dirige al estomago para que este pueda digerir bien los alimentos y deja no tan abastecidos como debiera el resto de los órganos, órganos como mi cerebro que después de cómo me había atiborrado ese mediodía debía estar funcionando con servicios mínimos, algo así como la RENFE cuando hay huelga. La conclusión de todo esto era obvia: no podía estudiar ahora, si ponía mi mente a trabajar al 100% de su capacidad corría el riesgo de sufrir un corte digestivo y hay gente que muere de eso, ¿qué podía hacer si tanto mi mano como mi estomago conspiraban para hacer la digestión?. Decidí que una hora era más que suficiente para que mi estomago se encargase de lo principal y me sumergí en el delicioso atontamiento que produce perderse en la película de la semana. Dos horas y media después y con los ojos algo enrojecidos por el emotivo final de la peli (los protagonistas terminaban juntos) fui capaz de dominar mi mano el tiempo suficiente para apagar la tele y desenchufarla por si acaso y por fin empecé a estudiar. ¡FEMODP, allá voy!.

Es increíble lo lento que pasa el tiempo cuando estudias un truño, lo creativo que te vuelves, la cantidad de sueño que te puede entrar, el número de veces que tienes que ir al cuarto de baño o a la cocina a beber agua y luego otra vez al cuarto de baño o a la cocina para comer algo, porque es en esos momentos cuando tu cerebro te pide insistentemente algo de azúcar o del pollo que ha sobrado, o una manzana...y tu por supuesto no puedes negarle nada, sientes que tienes que mimarle, al fin y al cabo está comiéndose el marrón de FEMODP, aunque prefieres no pensar en el estricto régimen que no te va a quedar mas remedio que seguir en octubre. Es también en estos días el mejor momento para dedicarte a ese videojuego que no terminaste en junio o ese libro que aparcaste en febrero. Y así lentamente pasa la tarde y cuando te quieres dar cuenta sólo te has estudiado la primera hoja de apuntes, y es entonces cuando vuelve la angustia, se te hace un nudo en el estomago y sientes ganas de vomitar, ¿cómo ha podido volver a pasarte? te preguntas, y como es natural no encuentras ninguna respuesta, tal vez porque no puedes apartar la vista del reloj despertador de tu mesa de estudio que como por arte de magia apunta a las ... nueve y media.


Houston, Houston...¡We have a problem!
Resignada me puse manos a la obra, no había querido llegar a esto pero, en fin, situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas y ni Arafat podía estar tan desesperado como me sentía yo ahora. Revisé por quincuagésima vez mis apuntes, me concentré en encontrar todas las fórmulas y teoremas más o menos importantes que había en ellos, y metódicamente los subrayé con el fluorescente amarillo.

En realidad esta era la parte fácil de la operación que me traía entre manos, y no me llevó mucho tiempo, una vez terminada vendría la parte complicada y laboriosa del asunto. Por fin, cogí el boli Bic que pensaba utilizar en el examen y con la punta afilada de un compás, lo rallé cuidadosamente con las fórmulas que más se repetían en mis apuntes. Unas horas más tarde, miraba con ojo crítico el resultado de mi trabajo y sonreía satisfecha, no me había salido una obra de arte...pero casi. Después de la tensión que siempre produce en los músculos el trabajo artesanal fino, me levanté para estirar piernas y brazos, y fui a la cocina para comer algo. La chuleta del boli, si bien es la mas vistosa, no es en realidad la más útil, así que cogí algunas hojas de examen y procuré escribir el menor número de teoremas en cada una de ellas utilizando la peor letra que pude, e intentando que quedase lo más desordenado posible. Cuando acabé tenía unas estupendas hojas de sucio. También preparé varias hojas de exámenes más, para posibles cambiazos y bostecé muerta de sueño, eran las tres y media de la mañana y con un poco de suerte podría dormir unas tres horas antes de tener que levantarme para ir al examen. Me puse el pijama, me metí en la cama y después de poner el despertador y comprobar unas diez veces que estaba bien, apagué la luz.


Siete de la mañana: Y lo que tenía que llegar... llega.
Cuando sonó el despertador ya estaba despierta, pero ya se sabe que la noche antes de un examen nunca se pega ojo, te la pasas intentando sumar dos mas dos o resolviendo la integral cuádruple de la raíz cúbica de un seno hiperbólico multiplicado por una ecuación diferencial sin solución. Casi sin abrir los ojos me metí en la ducha, me saqué de la ducha, me tomé primero una tila y después un café bien cargado (nunca se si decidirme por la tila para los nervios o por el café para el sueño), me vestí, cogí los apuntes, las chuletas, mi colgante de la suerte y una estampita de Santa Rita patrona de los imposibles, que mi madre siempre se empeña en que me lleve.

No se como explicar lo que una siente cuando se acerca la hora del examen, esa mezcla de pánico con histeria tan particular que solo conocen los que han tenido que examinarse de algo, alguna vez en su vida. Todo parece conspirar para que notes la tensión multiplicada por cien, el bullicio de la cafetería donde los compañeros hacen los últimos repasos, las listas donde ponen la clase en la que te toca examinarte y que nunca están en el sitio en que esperas que estén, las veinte veces que tienes que ir al cuarto de baño por culpa de la tila y el café... en fin todas esa pequeñas cosas.
Lo primero que hice al llegar a mi clase fue elegir el sitio donde quería sentarme, esto que parece una tontería es esencial para realizar un buen examen, y no solo para que no te pillen usando las chuletas que tan primorosamente has preparado, sino porque también hay que saber rodearse de esos pocos compañeros solidarios que aún quedan y que siempre te echan una mano en momentos de necesidad. Una vez localizado el sitio ideal, me dediqué a preparar mis chuletas para tenerlas a mano y escribí las últimas fórmulas en la mesa. Cuando por fin todo estuvo listo, fui por última vez al cuarto de baño y elevé una pequeña oración para que no me cambiasen de sitio. Quince minutos después de las nueve, llegó el profesor con los exámenes en un sobre y una irritante sonrisa en la cara.
Sentí que un escalofrío me subía por la espina dorsal, algo parecido al temblor que suele recorrerme cuando Microsoft anuncia la salida de un nuevo Windows. Cerré los ojos y me encomendé por última vez a Santa Rita. Cuando al fin los abrí, el chico que estaba sentado delante mío, me pasó un fajo de exámenes y después de respirar hondo me concentré en el enunciado del primer problema. Horrorizada vi como las letras, que se suponía debían formar palabras que a su vez formarían frases, no formaban nada de nada y sentí que me mareaba por el pánico. Angustiada solté la hoja como si quemase, y eché un vistazo a mi alrededor, nadie parecía haber notado nada extraño así que lo volví a intentar, ”vamos Laura, tranquila” me dije, “vuelve a lo básico, sabes leer y escribir desde que estabas en la E.G.B.,¡tienes que ser capaz de entender EL PUÑETERO ENUNCIADO!”, al decirme a mi misma esta última frase debí de pegar un resoplido un poquillo fuerte porque cuatro caras se volvieron hacía mi, mitad divertidas, mitad irritadas y avergonzada les dirigí una lastimosa mirada de disculpa y me dije en tono irónico : “Muy bien Laura, ahora hablas sola en los exámenes, puede que te echen por soplarte a ti misma”.
Después de cinco minutos estrujando mi boli-chuleta fui capaz de comprender las frases del texto, aunque a decir verdad no tenía ni idea de lo que me estaban pidiendo, cosa nada sorprendente por otra parte, y para la que afortunadamente ya estaba mentalizada. Había decidido seguir la técnica tradicional para rellenar el examen: primero aquellas respuestas que me sabía seguro, calculé que eso me llevaría unos diez minutos. Si así no llegaba al cinco, utilizaría las chuletas para contestar aquellas en las que estaba indecisa. Si con eso tampoco llegaba al cinco, utilizaría las chuletas como buenamente pudiera y si con eso tampoco llegaba al cinco, me encomendaría a Santa Rita y utilizaría la imaginación. Unas dos horas después, sintiéndome como debió sentirse Tolkien al terminar “El señor de los anillos”, di las últimas pinceladas y por fin entregué el examen.

En los minutos posteriores a la entrega de un examen, especialmente en los de uno en el que has tenido que usar mucho la imaginación, es muy habitual sufrir el llamado “Síndrome del pedo psicológico”, durante el que se pueden llegar a encontrar desternillantes incluso los peores chistes del señor Parada. Así que, ahí estaba yo, más eufórica que Bernabeu cuando el Madrid ganó la sexta y completamente convencida de que había suspendido.


Dos semanas después: Lo que no puede ser no puede ser y además es imposible.
Era el día en que salían las notas de FEMODP y estaba un tanto nerviosa aunque en realidad no tenía porqué e incluso me había convencido a mi misma de que no importaba tanto que suspendiese, lo importante era que ya había empezado a estudiar la asignatura pero la Esperanza es un sentimiento absurdo, que no entiende de razones ni de lógicas y que se empeña en aparecer cuando una menos se lo espera para hacer mas dolorosas las caídas, así que como una tonta ansiosa me escurrí entre un mar de codos, esquivando una ola de codazos y empujones, y al fin logré asomar mi cabeza entre la pandilla de descerebrados que se pegaba por ver sus notas, como si el tablón fuese a huir a lares más tranquilos de un momento a otro. Casi sin poder respirar y notando los latidos de mi corazón a cien por hora, busqué mi nombre en ese océano de nombres y sin parpadear leí la nota que estaba al lado. Atónita, meneé la cabeza sin poder creérmelo y leí una vez más convencida de que me había movido y de que en realidad el cinco que había visto correspondía a mi afortunado compañero de la línea de arriba, y otra vez se produjo el milagro: ¡Había aprobado!. Emocionada y aún algo dudosa, le pedí a la cabeza que estaba a mi lado que leyese mi nota para confirmarlo y cuando esta así lo hizo, me escabullí dando saltos de alegría.

El resto de la mañana se me pasó envuelta en una nube de felicidad. Cuando por fin llegué a casa, me dirigí a mi habitación para dejar la cartera, y en eso estaba cuando sonó el teléfono. Era de la facultad, del departamento de FEMODP, lo sentían mucho pero había habido un error en las listas y mi nota no era un cinco como allí aparecía, sino que era un cuatro con cinco. La revisión sería el miércoles de la semana siguiente.

¿Habéis visto ese anuncio de televisión de la MasterCard, en el que sale un niño con una camiseta de un equipo y unas botas de futbolista, al que luego su padre lleva a ver un partido y cuando entran al estadio dicen “La ilusión de ver a su equipo favorito... no tiene precio” ?, bueno ,pues por un segundo consideré la posibilidad de denunciar al departamento por causar graves daños emocionales pero solo colgué el teléfono y me puse a llorar desconsoladamente.


La pesadilla continúa.
En momentos como éste entiendo porque mi padre siempre dice que la vida es como ir de viaje por una carretera secundaria en la que los baches y socavones están a la orden del día y en la que sabes que tarde o temprano te la vas a pegar aunque nunca sabes cuando. Si bien es verdad que mi padre es un tanto pesimista, así era como me sentí yo al enterarme de la distancia entre mi primera nota y mi nota real. Esas efímeras cinco décimas suponían la diferencia entre el más puro gozo y la más honda desesperación y lo que es peor parecían completamente insalvables. Además eran el motivo por el que yo estaba en el pasillo esperando para la revisión, con un tres no me habría planteado acudir, pero con un cuatro y medio estaba obligada. Recuerdo que cuando era pequeña tenía un libro de fábulas que me encantaba, sobre todo por los dibujos, pobre cigala ¿verdad?...en fin creo que si esta historia tuviese moraleja debería ser algo del tipo: Si no eres capaz de llegar al cinco, hazte un favor y no pases del dos
.
Por fin llegó mi turno y con paso vacilante, entré en territorio enemigo. Como suele pasar el profesor que yo conocía había corregido el único ejercicio en el que no podía reclamar nada, y uno tras otro, los demás me fueron explicando muy amablemente que debido a la burrada tal, que solo una boba como yo habría puesto, les era imposible subirme nada, “es más”, me dijo la profesora que había corregido el ejercicio tres, “debería bajarte algo porque te he puesto más nota de la que te mereces”. Sentí ganas de decirle que adelante, total a mi me daba lo mismo suspender con un cuatro que con un cuatro y medio, pero me mordí la lengua porque el profesor del ejercicio uno, me había dicho que a lo mejor en la reunión de evaluación tal vez podrían subirme algo mirando el examen de forma conjunta, así que con esa pequeña esperanza me fui. Al día siguiente salían las notas de las revisiones, esta vez esperé a que la marabunta humana se dispersase un poco y por fin me acerqué a mirar.

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