miércoles, julio 02, 2008

La casa

Madrid 19 de agosto de 2005
Para el primino favorito...por su paciencia mientras se gestó la historia...

LA CASA

La casa estaba situada en un lugar privilegiado justo en la calle principal, a medio camino entre la plaza del ayuntamiento y la iglesia, los dos pilares institucionales y sociales de la mayoría de los pueblos de España.
Ese verano, como todos los veranos, hacía calor en Extremadura. El sol abrasaba sin piedad las calles, y también a los pocos transeúntes que se aventuraban a salir de día entre las ocho y las ocho. Durante mucho tiempo nadie pareció percatarse de que la casa no tenía puerta. A primera vista la fachada no presentaba nada extraño. Estaba pintada de color blanco con una franja de color amarillo vainilla en la parte inferior. Tenía un balcón y una ventana en la planta superior y dos ventanas enrejadas en la planta baja. Pero en el hueco donde debiera haber habido una puerta no había nada, únicamente la solitaria placa de metal con el número de la casa, el veinte.
La puerta debía haber existido en algún momento entre la construcción de la casa y el actual, pero parecía que alguien la había tapado con ladrillos y luego lo había pintado todo del mismo color que el resto de la pared.
Casa, balcón, ventana e incluso un número al que enviar el correo pero ninguna puerta.



Raúl, como todos los años, estaba pasando las vacaciones de verano en casa de sus abuelos. Tenía diez años y era un chico de ciudad, de nueva generación como los teléfonos móviles, sabía manejar un ordenador mucho mejor que los cubiertos y adoraba los videojuegos. Sin embargo, también adoraba los largos días que pasaba en el pueblo, repletos de actividades tales como la pesca o el pastoreo de las ovejas de su abuelo. Pero sobre todo, disfrutaba de las aventuras que corría con los otros chicos de la zona y con su nueva mascota, un perro callejero que había adoptado hacía poco. Lo había llamado Fujür, pues durante el curso había leído “La historia interminable” y había envidiado a Atreyu que era amigo de un dragón blanco. Además, Raúl estaba convencido de que al igual que el Fujür original el suyo también daba suerte. Aunque su mascota no era blanca probablemente lo había sido, antes de que años de vagabundeo le estropeasen el pelaje dándole un aspecto desgastado y amarillento.

Un día al volver a casa, Fujür se detuvo y empezó a aullar delante de una ventana enrejada. Al principio Raúl no le presto mucha atención, el perro se distraía casi con cualquier cosa y él tenía prisa porque la abuela Julia se ponía de muy mal humor cuando llegaba tarde a cenar. Lo llamó para que le siguiese, pero el perro, que parecía decidido a ignorarle, siguió gruñendo furiosamente. Impaciente, se acercó y trató de engancharlo por la cuerda que tenía al cuello y que hacía las veces de collar, pero el animal se revolvió salvajemente hasta lograr soltarse y continuó ladrando como enloquecido. Perplejo, Raúl miró en la misma dirección preguntándose que tendría esa casa para poner de tan mal humor a Fujür.
A primera vista era una casa completamente normal. No debía hacer mucho que el dueño había pintado la fachada, aunque curiosamente y en contraste con esa pulcritud crecían multitud de hierbajos en las cañerías y en los bordillos de la ventana, e incluso en el suelo del balcón. De repente, se dio cuenta de que había algo raro y se olvidó de la regañina que le esperaba por llegar tarde a la cena. “¡La puerta!”, se dijo a sí mismo. “¡La casa no tenía puerta!. ¿Una casa sin puerta?”. Momentáneamente se sintió confundido hasta que se le ocurrió que quizás la entrada estuviese en la parte trasera, y de nuevo trató de convencer a Fujür para que le siguiese. Sin embargo, en ese momento el perro decidió salir corriendo calle abajo, hasta que se perdió por una callejuela lateral.
Raúl suspiró frustrado, y fue detrás de él. Al final de la calleja lo vio girar por una esquina, y cuando sin aliento por fin lo alcanzó el perro volvía a estar ladrando. Esta vez lo hacía delante de la puerta de una cochera de color verde con un gran candado y una cadena. Raúl supuso que dada la cantidad de matojos que asomaban por debajo de la misma, debía dar a un patio interior o tal vez a un pequeño huerto.
Fijándose con más detalle en la calle donde estaban, llegó a la conclusión de que el patio debía pertenecer a la casa sin puerta donde Fujür había estado ladrando minutos antes. Se acercó a su perro que seguía gruñendo y lo acarició lentamente intentando calmarlo.
Agachado a su lado, contempló la enorme puerta de metal. De repente, algo pareció cambiar en el ambiente. Era como si una sombra hubiese cubierto la calle pero no había ninguna nube en el cielo. Fujür también debió notarlo porque dejó de ladrar y estiró las orejas poniéndose alerta. Antes de que Raúl pudiese desprenderse de la sensación de que algo estaba mal, el perro se soltó de su abrazo y se puso a excavar como un loco delante de la cochera. Desconcertado Raúl lo dejó hacer, pero para cuando se dio cuenta de lo que el animal pretendía ya era demasiado tarde. Fujür se había escurrido entre la puerta y el pequeño agujero que había excavado. Boquiabierto, el niño se quedó mirando fijamente el lugar por el que su perro había desaparecido.
Pasados unos segundos, empezó a golpear el gran portón con la esperanza de que el dueño de la casa le oyese y saliera a abrirle, pero nadie contestó. A cada minuto que pasaba, la angustia y el miedo de no volver a ver nunca más a su perro, hicieron que el niño fuese golpeando la puerta cada vez con más fuerza. Pasó un buen rato hasta que Raúl consiguió calmarse lo suficiente como para darse cuenta, de que dada la dejadez que había visto en la fachada principal, los dueños de la casa no debían ir por allí muy a menudo. O aún peor, que la casa podía estar abandonada. Ante el terrible pensamiento de haber perdido para siempre a su mascota, el pobre niño se echó a llorar desconsoladamente.
Durante un buen rato estuvo parado sollozando sin decidirse a moverse de allí por si salía Fujür. Recordaba muy bien el día que había encontrado al perro. Lo cierto es que ese día Fujür le había salvado la vida.

Había sido casi a principios de verano y todo había sucedido muy rápido. Iba con los otros chicos por un camino en dirección al pantano, donde tenían pensado pasar la tarde cogiendo ranas, cuando llegaron a un punto de la carretera en el que tenían que cruzar para poder seguir adelante. Era un sitio muy peligroso, porque había una curva que impedía ver si se aproximaba algún coche. A todos los chicos de su pandilla, incluido él mismo, les habían prohibido ir allí a jugar. Como era de esperar, esa prohibición había convertido la caza furtiva de ranas en un plan mucho más interesante que el habitual partido de fútbol en el polideportivo del pueblo.
Justo en el momento en que Raúl se disponía a cruzar, oyó un ladrido detrás suyo y al volverse para ver quien había ladrado se había encontrado con Fujür. Casi a la vez, un hombre montado en bici había salido de la nada por la carretera. Antes de poder pensar la suerte que había tenido al distraerse con el perro y evitar ser arrollado, apareció repentinamente un Seat León negro a toda velocidad, que se llevó por delante al desprevenido ciclista. Fue todo tan rápido que el muchacho apenas tuvo tiempo de parpadear. Como se suponía que no debían estar allí, los otros chavales habían salido huyendo asustados, pero Raúl estaba tan muerto de miedo que se había quedado clavado en el borde de la carretera, mirando fijamente una de las ruedas de la bici que había salido despedida tras el choque…, hasta que notó una lengua rasposa que le lamía la pierna. Desde entonces, Fujür y él habían sido inseparables.

Desalentado, Raúl se dio cuenta de que había anochecido y se dispuso a volver a casa sin su querida mascota. No había dado ni dos pasos cuando se fijó en la enorme higuera, que crecía en la calle al lado del muro donde estaba el portón verde, y se le ocurrió una idea.
Tardó un buen rato en escalar por el tronco del árbol con la esperanza de encaramarse en lo alto del muro. Sin embargo cuando llegó arriba no fue capaz de ver a su peludo amigo. Silbó y llamó al perro, pero este no apareció por ningún lado. Frustrado y todavía lloroso optó por lo único que podía hacer en esa situación: ir en busca de su mascota.
Ni él mismo supo como fue capaz de bajar al otro lado del patio, pero después de muchos esfuerzos y unos cuantos magullones en las rodillas lo consiguió. Una vez dentro, se dio cuenta de que no tenía la menor idea de cómo iba a salir de allí cuando encontrase a Fujür, pero se negó a pensar en eso y volvió a silbar llamando a su perro.
El patio, únicamente iluminado por el débil resplandor de la luna, era como una pequeña selva en miniatura en la que crecían multitud de hierbajos. El ambiente aún era pesado tras las largas y abrasadoras horas de sol, pero poco a poco se iba abriendo paso ese sabor dulce tan propio de las noches de verano. Raúl sentía que había entrado en una de esas películas de terror que sus padres no le dejaban ver, pero que por supuesto había visto. Tratando de no dejarse llevar por la imaginación, empezó a andar lentamente en dirección a la tétrica casa que se alzaba unos metros más adelante.
Los ruidos de la noche cobraban intensidad a cada paso que daba, y pronto estuvo temblando de miedo. Un sonido extraño le hizo detenerse, y completamente inmóvil escuchó con atención sintiendo como el corazón le latía con fuerza. Solo era una cigarra. Aliviado siguió su camino hasta que por fin estuvo frente a la entrada de la casa. Al igual que en la fachada principal, las cuatro ventanas que había en la parte trasera de la misma, dos en la planta baja y dos en la planta superior, también tenían barrotes e incluso una telilla metálica soldada a los mismos. La puerta tenía un candado que parecía tan infranqueable como el que había visto en el portón verde de la calle. ¿Esas medidas de seguridad eran para evitar que alguien entrase o que alguien saliese de la casa?.
De repente, un gemido lo dejó clavado donde estaba. Todas y cada una de las historias que había leído sobre monstruos sedientos de sangre humana se le pasaron en un santiamén por la cabeza, y solo al darse cuenta de que era Fujür quien gemía, fue capaz de salir de su parálisis. Los lamentos del perro venían de dentro de la casa, Raúl se preguntó como habría podido entrar y lo llamó para que saliese. Después de un rato se le hizo evidente que Fujür no tenía la más mínima intención de obedecerle, y cada más vez enfadado y asustado se puso a buscar el lugar por donde habría accedido el perro al interior.
Por fin en una de las esquinas y a ras de suelo, descubrió un ventanuco. Debía de dar a un sótano, y era tan pequeño que en él no cabría una persona adulta, de hecho a duras penas cabría un niño. Tenía el cristal roto y había trozos de vidrio en el suelo. Fujür debía haber entrado por ahí aunque no parecía posible que hubiese sido él quien lo hubiese roto.
Con cuidado se asomó por la pequeña ventana pero estaba todo muy oscuro y no consiguió ver nada. La profunda negrura del agujero combinada con el denso silencio de la noche, parecieron aumentar el rítmico golpeteo de su corazón, que retumbó en sus oídos casi tanto como los truenos de una violenta tormenta de verano. Con un susurro tembloroso volvió a llamar a su perro y una vez más no obtuvo respuesta.
Cada vez más inquieto se removió un poco y sin proponérselo, dejó entrar un pequeño rayo de luna que combatió la negrura del interior de la casa. Ya fuese porque la luna era llena, o porque llevaba tanto tiempo mirando sin ver nada que su vista se había acostumbrado a la oscuridad, que le pareció distinguir un pequeño relámpago blanco. La sangre se le heló en las venas cuando al relámpago le siguió un suave jadeo. Esto era demasiado para un simple niño, que además llevaba varias semanas sufriendo horribles y sangrientas pesadillas sobre atropellamientos. Antes de ser capaz de mover un solo músculo y salir huyendo muerto de miedo, oyó el alegre ladrido de Fujür.
Mientras su corazón recuperaba un ritmo normal de funcionamiento, se dio cuenta que el relámpago en movimiento que había visto, no era otra cosa que el rabo inquieto de su perro. Con un suspiro de alivio, se concentró en convencer a su mascota para que saliese por donde había entrado, pero a pesar que le prometió todo tipo de deliciosos bocados, no hubo manera de hacer que el perro entrase en razón. Durante largo rato ambos se miraron fijamente, como entablando un silencioso duelo de voluntades al más puro estilo de un spaghetti western. Por fin aburrido, Fujür lanzó un último ladrido y se dio la vuelta dejando que la oscuridad lo engullese. Con un gemido de frustración, el niño asumió lo inevitable: tendría que entrar a buscar al maldito chucho.
A estas alturas ya distinguía bastante bien los contornos del pequeño sótano al que estaba asomado y le pareció ver una gran superficie plana, probablemente una mesa, justo debajo de la ventana. Como el ventanuco estaba bastante alto del lado de dentro de la casa, fue una suerte que dicha superficie estuviese ahí y pudiese utilizarla como apoyo para descender.
Antes de meterse por el pequeño hueco, usó un palo para quitar del marco de la ventana los restos de cristales que quedaban, y por fin se aventuró dentro. Era un agujero muy estrecho y durante unos angustiosos minutos temió quedarse atrapado allí para siempre. El pánico le hizo moverse frenéticamente, reptando como una culebra hasta que consiguió salir para quedarse colgado del lado de dentro de la ventana. Estuvo allí quieto, intentando sin éxito tocar la mesa con los pies y sin saber como de lejos de ella estaba. Poco a poco fue sintiendo que se le agotaban las fuerzas de los brazos, y cuando ya no aguantaba más se soltó con una punzada de pánico.
Afortunadamente, no estaba a más de un palmo de la mesa y aterrizó con suavidad sobre ella. Ya en el suelo jadeando debido al esfuerzo, se dio cuenta de que estaba sangrando. Se había hecho varios cortes en brazos y piernas, probablemente con alguno de los bordes irregulares que no había sido capaz de limpiar en la ventana rota. Haciendo caso omiso a las heridas se aventuró por la puerta por la que había desaparecido Fujür.
En el interior de la casa olía muy raro, mitad a moho, mitad como a algo que se estuviese pudriendo. Raúl ahogó una arcada y se puso la mano en la nariz haciendo inspiraciones cortas para tratar de oler lo menos posible. A tientas subió las escaleras que había tras la puerta, atento a cualquier posible sonido. No creía que hubiese nadie en la casa pero había algo raro en ese sitio, algo que le ponía los pelos de punta.
Con un susurro llamó a su perro pero parecía que hubiese desaparecido de la faz de la tierra. Durante medio minuto estuvo considerando la posibilidad de volverse y dejar allí a Fujür, pero entonces recordó al hombre de la bicicleta. Había sido el tema favorito de conversación de la gente del pueblo durante las últimas semanas. El desafortunado ciclista estaba en coma en el Hospital San Pedro de Alcántara de Cáceres. Probablemente él habría ocupado la cama contigua a la de ese pobre hombre, o lo que es peor, un pequeño nicho en el cementerio del pueblo si no hubiese sido por el perro. No podía dejarlo allí abandonado. Además necesitaba encontrar algo que poner encima de la mesa para poder alcanzar el ventanuco del sótano y salir de allí. Ya pensaría luego como escalar el muro del patio sin una higuera como la que había usado para entrar. Respiró profundamente para darse valor, y terminó de subir los últimos escalones.
Allí arriba estaba si cabe más oscuro que en el sótano. Necesitaba encontrar un interruptor para ver algo. Fue tanteando la pared en busca de alguna llave para la luz y se dio cuenta de que estaba en una especie de descansillo. Tenía una puerta a su izquierda y otra a su derecha, y lo que parecía un largo pasillo que se extendía enfrente suyo. Al lado de una de las puertas encontró un interruptor, pero no funcionaba. Probó con el que había al lado de la otra puerta y no tuvo mejor suerte. Fastidiado, comprendió que lo más posible era que los dueños de la casa hubiesen cortado la electricidad. Seguramente habría una caja de fusibles o algo parecido en el sótano del que venía, pero además de que no tenía la menor idea de qué hacer con ella no quería volver a bajar allí si no era para abandonar ese tétrico sitio.
Lo que daría por tener una buena linterna o… ¡un mechero!. Animado se preguntó como podía haber sido tan estúpido y olvidar el que llevaba para prender la mecha de los petardos. Lo sacó del bolsillo de sus bermudas y lo encendió. La pequeña llama iluminó el descansillo deslumbrándole. Durante medio segundo parpadeó para acostumbrarse a la luz, y por fin miró a su alrededor.
No se había equivocado, las puertas que tenía a derecha e izquierda daban a sendas habitaciones, aunque la luz del mechero no daba para ver lo que había en ellas. Sin embargo, antes de tener que apagarlo para evitar quemarse los dedos vio un aparador de madera en el pasillo. Sobre este había lo que parecía el pequeño pomo dorado de alguna puerta, con una gastada vela dentro. Encantado por su buena estrella Raúl se dirigió hacía allí con las manos extendidas para no chocarse con nada. No había hecho nada más que encender la vela cuando oyó algo que hizo que estuviese apunto de dejarla caer. Sin apenas poder creérselo, se dio cuenta de que estaba oyendo lo que parecía el débil llanto de un niño. Era un sonido desgarrador, parecía que el pequeño lloraba sin la esperanza de que alguien acudiese a atender su llamada. Paralizado, escuchó otra vez con mucha atención. El sonido venía apagado y como de muy lejos, pero estaba seguro de que provenía de dentro de la casa y no de la calle. De pronto los lloros cesaron, y todo volvió a sumirse en el más espantoso de los silencios.
Aterrorizado, Raúl permaneció donde estaba durante mucho tiempo sin ser capaz de hacer que sus pies le obedeciesen y salieran corriendo. Por fin pasado un rato, pudo moverse, y haciendo acopio de todo el valor que fue capaz de reunir se prometió encontrar a Fujür, y salir de allí lo más rápido posible.
Se dirigió a una de las habitaciones rezando para que el perro estuviese allí, porque a pesar de su promesa, no se veía capaz de subir las escaleras que adivinaba al final del pasillo y de las que parecía provenir el llanto del niño. Notando el corazón a punto de salírsele por la boca y en un intento por distraerse del miedo que sentía, empezó a fijarse en lo que le rodeaba.
La habitación en la que se encontraba estaba profusamente amueblada. Un antiguo sofá, dos cómodos sillones, una bonita mesa de madera, varias sillas antiguas que hacían juego con el tapizado de los sillones..., todo parecía cubierto por una gruesa capa de polvo y olía a rancio, como si hiciese mucho tiempo que allí no entrara el aire fresco. En realidad el desagradable olor que había notado al entrar en el sótano no había desaparecido, sino que más bien parecía que le rodeaba y se intensificaba según avanzaba. Buscando alguna ventana, Raúl examinó las paredes que estaban empapeladas con un amarillento estampado de flores verdes y azules, y entonces se dio cuenta del motivo por el que no se ventilaba esa sala. Alguien había tapado con un muro de ladrillos la pared en la que suponía debía haber habido una ventana. Se acercó y examinó el suelo, las baldosas se perdían por debajo del grueso muro. Por algún motivo, el descubrimiento le hizo pensar que iba a quedarse atrapado en ese tétrico lugar para siempre, y una sensación creciente de asfixia estuvo a punto de provocarle otro ataque de pánico. Cerró los ojos y se obligó a recordar que podría salir por el ventanuco del sótano cuando quisiera. Poco a poco pudo volver a respirar con cierta normalidad.
En el lateral de la habitación descubrió una puerta y cada vez más temeroso se acercó a ella. Al traspasarla, se encontró en lo que en otro tiempo debió haber sido el recibidor de la casa. Allí se podía ver el lugar donde habría estado la puerta principal, aunque ahora solo había un grueso muro de ladrillos, que al igual que en la habitación de al lado cubría por completo la pared. El hecho de que aún estuviesen el antiguo perchero en el que las visitas debían de haber colgado sus abrigos, y el paragüero todavía con algunos paraguas viejos, producía una extraña sensación, una ilusión irreal, como si en algunos sitios de la casa el tiempo se hubiese detenido y en otros hubiese avanzado demasiado deprisa, deteriorándola más rápidamente para compensar. Si Raúl cerraba los ojos, casi podía ver a una mujer acicalándose frente al espejo de la pared momentos antes de salir a la calle. Un escalofrió le recorrió la espalda y frenético se dirigió al punto en el que el recibidor desembocaba en el pasillo del que venía.
Retrocedió varios pasos hasta volver a la puerta de la habitación que acababa de explorar, y esta vez entró en la que había enfrente. Intuía que tampoco en ella encontraría a Fujür, pero había olvidado su miedo dándolo de lado por la imperiosa necesidad de saber.
Se trataba de la cocina. Curiosamente, y a pesar de que estaba tan sucia como el resto de la casa, parecía contar con los artefactos más modernos del mercado, como una placa vitrocerámica, un microondas y una nevera enorme. Raúl lo miró todo con detenimiento, molesto por la sensación de que había algo que no encajaba.
Como ya se había imaginado, la cocina daba al enorme patio por el que había entrado, y su ventana era una de las enrejadas que había visto desde fuera. No tenía cristales sino una especie de plástico duro y transparente. Estaba mirando a través de ella con el ceño fruncido, cuando de repente se dio cuenta de qué era lo que estaba mal. Se quedó muy quieto, asustado, como aquellas noches en las que se había despertado después de haber sufrido su pesadilla habitual de los atropellamientos y no se atrevía a moverse ni siquiera para ir al cuarto de baño. Desde que había entrado en la cocina había estado oyendo algo a lo que estaba acostumbrado, un ruido inofensivo y muy común pero que sin embargo no debería estar sonando en esa cocina abandonada y sin electricidad: el ligero zumbido de la nevera.
Como si se tratase de uno de sus sueños, lentamente levantó la vista hacía el techo de la habitación, donde debería estar la lámpara que él sabía no funcionaba. El alivio que debería haber sentido al ver el casquillo vacío de la bombilla no llegó. Salió de la habitación y observó estupefacto que la bombilla del pasillo también faltaba. Lo mismo que la de la habitación con la pared tapiada. Preocupado volvió a la cocina para terminar de explorarla. El hecho de haber encontrado una explicación lógica al funcionamiento de la nevera a pesar de la aparente falta de luz no lo tranquilizó en lo más mínimo. ¿Porqué se habían molestado en quitar las bombillas pero habían dejado enchufada la nevera?. La casa estaba a todas luces abandonada, pero no lo estaba.
Con expresión pensativa, se acercó a la nevera y la abrió lentamente. No contenía gran cosa, un bote medio vació de mayonesa, medio limón seco y poco más. Una inspección más detallada de la extraña cocina, le llevo a descubrir que en los cajones había todo tipo de cubiertos. Excepto cuchillos. De hecho no había nada para cortar, ni tan siquiera unas míseras tijeras, inquieto palpó la diminuta navajita que tenía en el bolsillo de los pantalones. Una pequeña puerta en un lateral de la habitación daba a una despensa en la que apenas quedaban algunas latas de conservas.
Raúl echó una mirada furtiva por encima de su hombro, no conseguía desprenderse de la sensación de no estar solo en la vieja casa. Intrigado y recordando súbitamente que estaba buscando a Fujür, salió receloso de la cocina y volvió al pasillo, que ya se había convertido en la brújula que le guiaba en su vagar por la casa.
El pasillo era un tanto sombrío, con una larga y gastada alfombra que amortiguaba el sonido de sus pasos. En las paredes había colgados todo tipo de cuadros, algunos muy pequeños, otros relativamente grandes. En ellos había paisajes y también retratos. Delante de estos últimos Raúl procuraba no detenerse mucho, pues desde pequeño le habían asustado ese tipo de cuadros que parecían vigilar y juzgar a quien los miraba.
Por fin pasado el recibidor, alcanzó la tercera puerta y se preparó para lo que la nueva habitación pudiese depararle. Al igual que en la primera y que en el recibidor, había sido levantado un muro que tapaba la ventana. El empapelado de la pared aquí era diferente, y mostraba un intrincado dibujo de rombos que se repetía en forma de greca en tonos marrones y dorados. Algo en ese cuarto transmitía desesperación, como si alguien hubiese pasado momentos muy desgraciados allí.
La habitación sin duda había sido un comedor, pues en el centro y completamente cubierta de polvo había una larga mesa de madera con un amarillento mantel, y dos recargados candelabros con velas gastadas recorridas por largas gotas de cera, que se asemejaban a grandes lagrimas. En torno a ella solamente había dos sillas, como si todas las demás hubiesen sido retiradas a propósito.
En las paredes de la habitación destacaba un único y enorme marco con un cuadro muy oscuro, pintado en tonos marrones y amarillos. Representaba lo que parecía una escena del Apocalipsis, con pequeños demonios alados que portaban espadas. La imagen de uno de ellos degollando a un hombre agonizante se le quedó a Raúl grabada a fuego en la cabeza y a toda prisa abandonó la escalofriante estancia.
Casi temía averiguar lo que le esperaba tras la siguiente puerta, pero parecía que algo morboso le impulsaba a seguir adelante y no era solo el deseo de encontrar a su perro. De alguna manera, sabía que Fujür estaba en la planta de arriba, y aunque no había nada que le asustase más que tener que subir esas escaleras, también sentía una necesidad casi malsana por averiguar los secretos que encerraba la casa.
Esta última puerta estaba cerrada, con mucho cuidado cogió el pomo y lo giró lentamente. Una bocanada del desagradable olor al que casi se había acostumbrado le provocó una arcada que logró controlar a duras penas. Tapándose la nariz con el faldón de la camiseta, abrió completamente la puerta y se encontró en lo que parecía una biblioteca. Las paredes estaban cubiertas de estanterías, algunas muy viejas y otras más nuevas. Todas estaban llenas de libros. En realidad había libros por todas partes, incluso algunos amontonados con amoroso cuidado en el suelo o en el repecho de una pequeña chimenea. Al fondo de la habitación, justo al lado de la ventana que también daba al jardín de la parte trasera, había un cómodo sillón y junto a él una pequeña mesita completamente cubierta de velas. En el suelo, muy cerca del sillón había un calefactor eléctrico. Fascinado, Raúl se acercó a las estanterías y las recorrió lentamente con la mirada.
Pensando en ventilar el ambiente fue a intentar abrir la ventana. Al igual que la de la cocina tampoco tenía un cristal sino esa especie de plástico duro. Se acercó al sillón para rodearlo y esta vez ya no pudo contener las arcadas. Empezó a vomitar con violentos estremecimientos de asco a la vez que intentaba abandonar esa estancia lo más rápido que sus piernas le permitían. Entre el sillón y la pared de la ventana, estaba clavado a la alfombra con el atizador de la chimenea el putrefacto cadáver de una rata.
En algún punto de la casa un antiguo reloj de péndulo tocó los cuartos mientras Raúl continuaba vomitando en el pasillo. Cuando por fin cesaron los espasmos y fue capaz de respirar normalmente, el niño se movió para volver al sótano. Se iría con o sin Fujür.
Entonces lo oyó de nuevo. No había ningún sonido tan desgarrador en el mundo como el débil llanto de bebe que venía de las escaleras. Durante unos minutos Raúl se las quedo mirando indeciso, sin poder olvidar el cadáver y el olor de la rata muerta, pero conmocionado por la posibilidad de que realmente hubiese un niño llorando y abandonado en la planta de arriba. Los minutos pasaron y le pareció oír moverse a Fujür. Sin poder creérselo se vio a si mismo subiendo lentamente los empinados escalones.
En la planta de arriba, al igual que en la de abajo, había un largo pasillo en el que desembocaban varias habitaciones. Aproximadamente en la mitad del mismo, los rayos de la luna se colaban a través de un tragaluz, dibujando pequeños cuadraditos en el suelo. En el centro de este, se balanceaba una cuerda muy larga que formaba gruesas ondas en el suelo, como si de un charco de esparto se tratase.
Como atraído por un imán, Raúl se acercó a investigar. El extremo superior de la cuerda estaba atado al portón del tragaluz, que se abría empujando hacía fuera. Debido a la rejilla que había soldada justo debajo y que impedía sacar la mano por el hueco, la única forma de cerrarlo era tirando de la cuerda.
Todavía estaba cavilando sobre lo blindada que parecía la casa, llena de cerrojos, barrotes y demás, cuando volvió a oír el gimoteo de bebe que le había inducido a subir las escaleras. Ahora se oía con mucha más claridad y parecía provenir de la última puerta que había al fondo del pasillo.
La puerta estaba entreabierta y de ella no salía ninguna luz. Con el corazón en un puño y los ojos muy abiertos, Raúl se acercó lentamente olvidado ya su interés por el resto de las habitaciones. No se oía nada, excepto el débil eco de sus pisadas y el lastimero lloro del bebe. Cuando por fin estuvo delante de la puerta la empujó con firmeza, preparado para salir huyendo ante la menor señal de peligro. Sin embargo ni en sus peores pesadillas hubiese imaginado lo que había dentro.
En medio de la habitación, y acurrucada en una gran cama con las sabanas cubiertas por lo que parecía mucha sangre, estaba una mujer.
Bajo la suave luz de la vela que Raúl aún portaba en la mano, los rasgos de su cara se veían tan pálidos que el niño pensó que estaba muerta. De pronto, como si de algún modo hubiese presentido su presencia, la mujer abrió los ojos de golpe y le miró con la cara desencajada por el terror. Su cuerpo se encogió mientras sus manos se movían débilmente, tratando de proteger a la delicada criatura que tenía sobre su pecho.
Se trataba de un bebe diminuto. Raúl nunca había visto un niño tan pequeño. Estaba muy sucio, cubierto de sangre y de algo viscoso. Aunque no sabía nada sobre bebes, supo que no podía hacer mucho tiempo que había nacido.
Durante un minuto el niño apenas si fue capaz de moverse. Con el rabillo del ojo captó un ligero movimiento, y se encontró con la mirada triste de Fujür que parecía montar guardia a los pies de la cama.
Aquello era demasiado surrealista para ser verdad, y Raúl parpadeó perplejo. Su primer impulso fue acercarse a la cama pero no sabía que decir y la mujer parecía necesitar la ayuda de un médico inmediatamente. Tenía que decírselo a alguien mayor. La imagen de la abuela Julia se le pasó por la cabeza.
Antes de abandonar el dormitorio echó un último vistazo a su perro y por fin se dio la vuelta y salió. No había recorrido ni la mitad del pasillo, cuando se dio cuenta de que no podría salir de la casa sin una silla o algo que apoyar en la mesa del sótano.
En una de las habitaciones de la planta superior que parecía un trastero, encontró una especie de taburete portátil. Una de esas sillitas que se llevan al campo y que son solo un par de patas metálicas cruzadas con un trozo de tela entre ellas para sentarse. Raúl pensó que serviría perfectamente para sus propósitos.
Al mirar hacía atrás antes de bajar las escaleras volvió a ver la cuerda del tragaluz, y se le ocurrió una idea. Iba a necesitarla para escalar el muro de la entrada. Con un brillo decidido en su mirada, puso la silla debajo del tragaluz y se subió en ella. Usando la navajita que llevaba en el bolsillo, cortó la cuerda lo más alto que pudo y se la enrolló alrededor de la cintura. Volvió a cargar con la silla y se dispuso a desandar el camino hasta el sótano del casa.
Una vez allí, ató un extremo de la cuerda a una de las patas de la silla y el otro alrededor de su muñeca, y usó la silla para llegar hasta la pequeña ventana. Con mucho esfuerzo, muchos resoplidos y abriéndose nuevos cortes en brazos y piernas, fue capaz de salir al patio de nuevo. Una vez arriba tiró de la cuerda hasta izar la silla y volvió a cargar con ella. Afortunadamente cabía por el hueco del ventanuco.
En el selvático jardín todo seguía igual de silencioso. La cigarra que le había asustado al llegar, continuaba su cantó impertérrita ante lo que Raúl había descubierto en el interior de la propiedad. El niño seguía viendo la expresión aterrorizada de la mujer, y no podía dejar de preguntarse quien era ella y qué hacía allí arriba sola, a todas luces encerrada en esa casa, y con un recién nacido entre los brazos. Sacudió la cabeza y se concentró en lo que tenía que hacer para salir de esa especie de pesadilla.
Rápidamente, sintiendo que se le agotaba el tiempo, cruzó el pequeño huerto. Cuando llegó al gran portón miró con expresión dubitativa las amplias ramas de la higuera que había usado para entrar. No estaba muy seguro de que la idea que había tenido funcionase, pero no se le ocurría nada mejor.
Sin muchas esperanzas, lanzó la silla que aún tenía la cuerda atada a una de sus patas, tratando alcanzar con ella una de las ramas del árbol. Por desgracia no la había tirado con suficiente fuerza, y la silla cayó con gran estrépito en el suelo. Probó una y otra vez hasta que notó que se quedaba sin fuerzas en los brazos. Jadeando y casi sin aliento, miró con desesperación las ramas que cada vez parecían estar más lejos de su alcance.
Frustrado, lanzó la silla una última vez, y casi sin poder creerlo observó como superaba la rama más gruesa, y caía otra vez dentro del patio. Chilló con alegría y procedió a atar con un nudo corredizo el extremo de la cuerda de su muñeca al de la silla. Lentamente fue tirando de este, hasta que la silla estuvo firmemente atada alrededor de la rama. Necesitaba que la cuerda aguantase su peso, porque si se caía lo más seguro es que se rompiese algo.
Apoyando los pies en el muro, escaló este agarrándose a la cuerda hasta que logró llegar a lo más alto. Al igual que había hecho para subir, utilizó el tronco de la higuera para bajar y pronto estuvo al otro lado, en la calle.
Sin perder ni un segundo salió corriendo hacía casa de su abuela.




Epílogo


“Mujer sordomuda y su bebe encontrados secuestrados en una vieja casa.
El país entero ha quedado conmocionado al enterarse de un nuevo caso de malos tratos. Ayer noche, un niño de diez años encontró en una vieja casa, a una mujer que acababa de dar a luz a un bebe, y que llevaba dos años allí encerrada por su marido. Al parecer la mujer, natural de un pueblo de Toledo, estaba a punto de abandonar a su cónyuge debido a las palizas que este solía propinarle, cuando fue secuestrada y encerrada por él en una vieja casa de una localidad extremeña.
La familia de la victima, convencida de que el marido había tenido algo que ver con la desaparición de Rosa (así se llama la víctima) había puesto varias denuncias en comisaría, pero debido a la falta de pruebas y de pistas el caso hacía un año que había sido abandonado.
Durante el cautiverio, Rosa vivió un infierno de malos tratos y violaciones que terminó cuando el marido fue atropellado mientras paseaba en bicicleta por uno de los caminos rurales de los alrededores.
Como nadie sabía de su existencia, y debido a las medidas de seguridad instaladas en la casa para evitar una posible fuga, Rosa malvivió de la poca comida que aún le quedaba tras la última visita de su captor y estuvo a punto de morir desangrada en el parto.
Ahora, tanto la niña como la madre evolucionan favorablemente en el Hospital San Pedro de Alcántara de Cáceres, donde curiosamente también se encuentra ingresado el marido, en coma profundo desde el accidente.”

Agosto de 2005. El liberal (Sucesos)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy chulo. Ya tuve la suerte de leerlo hace unos años (creo que al poco de que lo escribieses) y me ha vuelto a conquistar. Eso sí, ya me sabía el final claro. Aunque quizá cuando lo lees sin saber el final la impaciencia hace que la lectura sea más atropellada y, sin embargo, al releerlo sabiendo el final, me he recreado más en cómo describes todos los detalles.... y creo que me ha acabado gustando más aún.
Felicidades.
Alfonso.

Anónimo dijo...

:O

Flipante... Cómo engancha.

Espiguita dijo...

Jijiji asias a los dos ^_^

Bss!!